Por Juan Carlos Bircann
Siendo el crimen tan antiguo como la sociedad podemos estudiarlo como un fragmento de historia de la cultura. Sentimos su palpitante evolución en hechos que han perdido su punibilidad, como el suicidio, y acciones cotidianas que han sido elevadas al plano de lo prohibido. La Criminología histórica nos permite desarrollar la tarea de comparar el fenómeno criminal de diversos períodos, mostrando cómo el espíritu y las circunstancias de la época se reflejan en la criminalidad en un momento determinado.
Lamentablemente el relato de sucesos criminológicos que despiertan interés, la llamada crónica roja, versa mayormente sobre delitos infrecuentes y sensacionales, mientras que a la Criminología histórica le interesa precisamente los más frecuentes y típicos delitos. De ahí que los reportes sobre crímenes “famosos”, de las llamadas “causas célebres” sean de poco valor. Por cada sensacional proceso, ampliamente cubierto y difundido, hasta la saciedad, hallamos cientos de casos bajo un discreto titular “hombre mata mujer y se suicida”; “P.N. recupera vehículos”; “desmantelan banda falsificadores”; “D.N.C.D. realiza operativo”, etc. Esa es la delincuencia común. Los demás constituyen casos excepcionales.
Al lado del criminal que podemos llamar clásico (homicida, ladrón, falsificador) tenemos lo que Beeche, en el lenguaje victoriano llamaba el barón salteador, delincuente refinado, de salón, caballero de industria con apariencia de altos vuelos, que estafaba con elegancia y caía en gracia. En los dibujos animados lo vemos con sombrero de copa, ojos vivaces, fino bigote enroscado en los extremos, guantes blancos y una larga capa color negro. Edwin Sutherland, un siglo después, llamaba a esta modalidad de delinquir crimen de cuello blanco (white collar crime). Con el desarrollo de la tecnología los delincuentes disponen de novedosos medios para cometer sus fechorías en tanto que la Ley se mantiene estática o se reforma muy lentamente, siempre uno o dos pasos detrás de quienes la conculcan.
En lo que respecta a República Dominicana es muy ilustrativa la Distribución Geográfica del Crimen, ponencia del Dr. Freddy Prestol Castillo en el Primer Congreso de Procuradores (Ciudad Trujillo, 1940), considerada como “un estudio típico de antropología criminal dominicana” y quizás la primera obra sobre Criminología en nuestro país. En términos generales el autor de El Masacre se Pasa a Pie ubica el mayor número de delitos en el área rural; describe lo que llama “fatalismo del paisaje”; define la Frontera como “zona de robo antiguo y eterno” y el Cibao como una área que “ofrece una producción alarmante de delitos de orden sexual, desde la sustracción hasta los estupros”, donde prevalece, contrario al robo, el “gran hecho de sangre”, excepcional en el resto de nuestra geografía. Respecto al crimen pasional erótico nos cuenta que “casi nunca es un esposo que mata a otro, por lo común se trata de un drama de mancebía. La mujer o el hombre que viven en concubinato se matan” (P. 59). Sus observaciones en este sentido y sobre la frontera siguen teniendo la misma validez que hace 64 años, aunque respecto a la Frontera la criminalidad se enfoca en delitos de tráfico ilícito de diversa índole.
Como puede apreciarse, en nuestro medio la delincuencia común era la propia del área rural: robo de animales y cosechas, destrucción de cercas y empalizadas, riñas y de vez en cuando algún homicidio, sustracción de menor o violación. Cualquier hecho violento fuera de estos estrechos márgenes era motivo de consternación general. Quien haya leído Cosas Añejas de César Nicolás Penson, conjunto de episodios y tradiciones de Santo Domingo, puede tener una idea de la dinámica social de la época. Muy distinto resulta el panorama actual. Con la migración interna, desde las zonas rurales a las urbanas y los consiguientes cinturones de miseria, generalmente cercanos a las Zonas Francas, se verifica un aumento del robo con violencia; el parcelero convertido en motoconchista o taxista provoca una mayor densidad del tránsito en una ciudad como Santiago, cuyo centro no ha sido reestructurado y que originalmente fue diseñada para el tránsito de coches, hoy en vías de extinción y que sólo se ven en las pinturas folclóricas.
Crímenes como el secuestro, el narcotráfico, lavado de activos, falsificación de instrumentos de crédito, fraudes electrónicos y vendettas planificadas y ejecutadas por grupos organizados o con ramificaciones internacionales, eran extraños a nuestra sociedad. El crimen también se ha globalizado. Al llegar aquí evocamos a uno de los más enconados opositores a Lombroso: Alexandre Lacassagne. Representante de la Escuela de Lyon, Lacassagne equipara el delincuente a los microbios; estos no actúan si no hallan un medio favorable para su reproducción y desarrollo. Es lapidaria su sentencia de que “las sociedades tienen los delincuentes que merecen”.
Con los esquemas sociales de Santo Domingo del siglo XVIII (aquí aprovecho para aclarar que al escribir Santo Domingo me refiero a la parte oriental de la Isla Hispaniola, no a su capital; el Estado dominicano y la nacionalidad dominicana sólo existen a partir del 27 de Febrero de 1844. Antes de esa fecha podemos referirnos a haitianos o españoles, pero no a dominicanos), no es de extrañar que la aparición de cadáveres salvajemente mutilados conmocionaran a todos los estratos sociales de una nación predominantemente rural y de hábitos sencillos.
En 1790 aún no estaba acuñada la palabra sadismo, aunque sí el Marqués de Sade estaba haciendo de las suyas. Este “sadismo” innominado se presentó de improviso donde menos se le esperaba: en el Cibao, en pleno corazón de la Isla Hispaniola, predilecta del Almirante, Don Cristóbal Colón, quien quedó embrujado por su lujuriosa foresta (“La Spañola es maravilla; las sierras y las montañas y las vegas i las campiñas y las tierras tan hermosas y gruesas para plantar y sembrar, para criar ganados de todas suertes, para hedificios de villas e lugares. Los puertos de la mar, aquí no havría creencia sin vista, y de los ríos muchos y grandes y buenas aguas, los más de los cuales traen oro…es tal a la vista que ninguna otra tierra quel sol escaliente puede ser mejor al parecer ni tan fermosa”. Carta a Luis de Santángel, 15 de febrero de 1493. Extraído de Diario de Navegación y Otros Escritos; Ed. Corripio, 1994), y que como ya dijimos llevaba un ritmo de vida tranquilo, inocente, primitivo, tímido y dócil de la mano de la Iglesia y el Estado. Nos referimos al caso de “Comegente”, el primer asesino en serie del Nuevo Mundo de que se tenga noticia y a quien se llamó así porque se sospechaba que era antropófago, pues sus víctimas no aparecían completas y en una de ellas era evidente la acción del fuego, como si hubiesen pretendido asarle.
Aunque se ignoran datos esenciales para una historia clínica-criminológica, igual que pasa con Judas Iscariote, disponemos de algunos datos dispersos con los cuales elaborar aunque sea un elemental perfil. En su Resumen de la Historia de Santo Domingo Don Manuel Ubaldo Gómez nos dice: “A principios del siglo XIX hubo en la jurisdicción de La Vega, un africano conocido con el nombre de El Comegente o El Negro Incógnito. Este antropófago, cuyas correrías extendería hasta las jurisdicciones de Santiago, Moca y Macorís, atacaba a las ancianas, a las mujeres y a los niños, pues era cobarde y le huía a los hombres fuertes. Fue capturado en Cercado Alto, común de La Vega, ignoramos el año, y fue remitido a Santo Domingo bajo custodia de un fuerte piquete al mando de un oficial llamado Regalado Núñez; en el camino pernoctaron en la Sabana de la Paciencia y durante toda la noche lo tuvieron amarrado a un naranjo muy conocido por esa circunstancia”.
Los datos que conocemos de Comegente fueron aportados por un religioso de La Vega llamado Pablo Amézquita, pero fueron publicados casi un siglo después de los sucesos (1881). El Padre Amézquita nos cuenta que Comegente era “negro de color muy claro, que aparece indio (ya vemos que el vicio de llamar “indio” a la gente de color no es nuevo); el pelo como los demás negros, pero muy largo; de estatura menos que lo regular, bien proporcionado en todos sus miembros, y tiene de particular los pies, demasiado pequeños”. Según Don Casimiro N. de Moya, se llamaba Luis Beltrán; había nacido libre, en Jacagua o en Guazumal, secciones de Santiago de los Caballeros, y debía tener 40 años en la época de sus atentados.
El número de los que perecieron a sus manos asciende a 29; a 27 los heridos y muertos por él; en conjunto, 56 víctimas personales, más los incendios, los daños a cosechas y animales que rodean casi todos sus crímenes. Apenas capturado, el bárbaro monstruo sádico fue ejecutado en la ciudad de Santo Domingo, sin forma regular de juicio o en proceso sumarísimo y verbal del que no ha quedado rastro alguno.
Estos sucesos estimulan la imaginación popular y en torno a ellos se tejen las más enrevesadas especulaciones. De Comegente se llegó a decir que había ido a Haití donde aprendió la hechicería; que podía estar en muchas partes a la vez; que recorría largos caminos en una sola noche valiéndose de medios sobrenaturales; que no se podía atrapar pues en cuanto sus pies tocaban un río o arroyo desaparecía en el aire dejando un olor nauseabundo tras de sí. Contrario a lo que asevera el historiador Manuel Ubaldo Gómez se creía que la hazaña de su captura era obra de un tal Antonio, quien, precisamente el día de San Antonio y haciendo uso de un “bejuco de brujas” lo amarró y lo condujo a la Capital.
Omitiendo lo fantástico y fabuloso en el dossier de Comegente y limitándonos a las informaciones del Padre Amézquita, Don Casimiro Nemesio de Moya y Manuel U. Gómez podemos bosquejar un perfil del primer asesino en serie “dominicano”. Contrario a la regla, prácticamente absoluta, de que los serial killers en su heterosexualidad son unisexuales en sus crímenes, es decir, que sólo acechan mujeres (Jack El Destripador, David Berkowitz, Ted Bundy, etc.) u hombres (Fritz Haarmann (a) “El Carnicero de Hannover”, Jeffrey Dahmer (a) “El Carnicero de Milwaukee”) nuestro Comegente atacaba por igual a hombres, mujeres y niños, semejándose al célebre Vacher (estrangulador de pastores y pastoras).
En Crime Classification Manual Robert Ressler, Ann Burgess y John Douglas sostienen que son factores muy comunes en los homicidas seriales la enuresis (incontinencia urinaria), la piromanía y la crueldad hacia los animales o niños pequeños. El santiaguero Luis Beltrán (a) “Comegente” satisface dos de esas tres variables. Dichos autores en otra enjundiosa obra (Sexual Homicide, Patterns and Motives) dejan establecido que estos individuos actúan en el período entre 27 y 31 años de edad. Comegente se aparta aquí del patrón de manera significativa, ya que supuestamente tenía unos 40 años al momento de sus crímenes. También en lo que respecta a la raza, pues prácticamente todos los asesinos seriales son caucásicos (de raza blanca).
De las descripciones ofrecidas por el Padre Amézquita percibimos la analogía con Jack El Destripador (Comegente antecede en más de un siglo a Jack, pero este es el más famoso de la historia, paradigma de asesino, sobre quien se han hecho libros, novelas, películas como From Hell y hasta páginas web dedicadas a tratar los sucesos de Whitechapel en el East End de Londres a finales del siglo XIX): “Junio 14. Tío Gabriel, 80 años, desllucado (sic), una estocada por el costado y le cortó y se llevó las pudendas. A la noche Apolonia Ramos abierta desde la hoya (sic) hasta el pubes, le sacó el corazón, que se llevó conjuntamente con la mano derecha, y otras varias heridas y le clavó un palo por sus pudendas; también le cortó una porción de empella (sic) y con ella le cubrió la cara”. Respecto a Isabel Estévez, el 30 de agosto de 1791 nos relata: “después de dos machetazos terribles en la cabeza y en el pesquezo (sic) ‘usó de ella torpemente’, llevándose parte de los cabellos, el rosario y un pedazo de las enaguas”.
Veamos un fragmento del informe de de la necropsia de Mary Jane Kelly, última víctima de Jack El Despripador, realizada por los Doctores Bagster Phillips, Bond y Gordon Brown: “Toda la superficie del abdomen y los muslos había sido levantada y la cavidad abdominal, vaciada de vísceras. Los pechos habían sido arrancados [sic], los brazos mutilados por diversas heridas dentadas y la cara tajeada hasta hacer irreconocibles los rasgos. Los tejidos del cuello estaban partidos íntegramente hasta el hueso. Las vísceras aparecieron esparcidas en distintos sitios, por ejemplo, el útero y los riñones con un pecho, bajo la cabeza, el otro pecho junto al pie derecho, el hígado entre los pies, los intestinos del lado derecho y el bazo del lado izquierdo. Los colgajos de piel arrancada del abdomen y los muslos se hallaban sobre la mesa [...] La cara estaba acuchillada en todas direcciones, y se había eliminado parcialmente la nariz, las mejillas, las cejas y las orejas [...] El pericardio estaba abierto por debajo y faltaba el corazón” (tomado del libro de Paul Feldman, Jack El Destripador, Capítulo Final; Ed. Planeta, 1998, p. 87).
Aquí es oportuno hacer una precisión respecto a la creencia popular de que por la naturaleza de las heridas y mutilaciones el autor debe ser un cirujano o experto carnicero, lo que se ha esgrimido en algunos casos, incluyendo el de Jack El Destripador. A nuestro paso por la Procuraduría Fiscal de Santiago como Abogado Ayudante adscrito al Departamento de Homicidios de la P.N., tuvimos ocasión de ver cuerpos mutilados cuyas heridas eran “limpias”, o sea, sin magulladuras o equimosis en los bordes y que cortaban los huesos en sentido transversal y sin astillarlos. La clave de estas lesiones está en la naturaleza del agente vulnerante, especialmente su peso, filo y la fuerza y velocidad con que lo haya manejado el agresor. Cualquier jornalero analfabeto armado con un “colín vaciado” (de los usados para pelar cocos), puede producir cortes tan limpios como lo haría delicadamente un cirujano con su bisturí. Las heridas incisas o cortantes presentan bordes lisos y regulares igual que las punzocortantes. En cambio, las cortocontundentes producen lesiones en que se verifican desgarros o machacamiento de los tejidos (hacha, machete sin filo, etc.).
No sólo es concordante y precisa la similitud con Jack El Destripador, Haarmann, Dahmer y Richard Chase (a) “El Vampiro de Sacramento”, sino que el cibaeño Luis Beltrán, El Comegente, también se llevaba “trofeos” o “souvenirs” de sus víctimas. Es unánime la opinión de los expertos en el sentido de que este es uno de los rasgos más característicos de los criminales psicópatas, particularmente del tipo organizado. Ressler ( Whoever Fights Monsters) nos dice: “ estos no son objetos de mucho valor por sí mismos, como joyas, sino que recuerdan a la víctima. Estos trofeos son tomados para su incorporación en las fantasías posteriores al crimen. Así como el cazador cuelga de una pared la cabeza de un oso y siente orgullo habiéndolo matado, también el criminal organizado observa una gargantilla colgada en el armario y mantiene viva la excitación que le produce su crimen. Muchos toman fotografías de sus hechos con el mismo propósito. En ocasiones los trofeos, como joyas, son obsequiados por el criminal a su esposa, madre o novia, de manera tal que cuando ellas los usan únicamente el asesino conoce su significado” (Op. Cit. P. 135-136. St. Martin’s Press. 1993). Quienes vieron Red Dragon (basada en la novela de Thomas Harris, el mismo autor de Hannibal y Silence of the Lambs) recordarán que Francis Dollarhyde tomaba fotos en la escena del crimen. Douglas (The Anatomy of Motive) los califica de fetiches más que souvenirs o trofeos e insiste en que siempre son objetos pequeños y generalmente de poco valor como pañuelos, ganchos para sujetar el pelo, medallas, prendas, ropa interior. Otros especialistas (Russell Vorpagel, Profiles in Murder; Stéphane Bourgoin, Asesinos; Adrian Raine, Violencia y Psicopatía) hacen hincapié en lo que a recrear la fantasía se refiere pero agregan que la vieja idea de que el asesino siempre vuelve a la escena del crimen mantiene considerable vigencia. De hecho, una vigilancia discreta en el lugar del hecho ha servido para capturar a varios de estos sujetos.
Comegente también era necrófilo como Denis Nilsen, Andrei Chikatilo (a) “La Bestia de Rostov” y Ed Gein (a) “El Carnicero de Plainfield”. Como se puede apreciar, hemos comparado individuos de los siglos XVIII, XIX y XX y en todos ellos se verifican las mismas variables conductuales y las mismas patologías; o sea, con una u otra diferencia todos responden al mismo patrón.
Antes de Lombroso y Pinel, con quienes surgen respectivamente la Criminología y la Psiquiatría, la conducta era estudiada a través del lente opaco, rallado y supersticioso de la Demonología o “ciencia” de la posesión diabólica. Fue Pinel quien elevó al loco a rango de enfermo y lo despojó de sus cadenas. Lombroso, por otro lado, estudiando los cráneos de reconocidos delincuentes históricos y realizando autopsias en los condenados a muerte concibe una idea que se le presenta con meridiana claridad: El delincuente es un salvaje resucitado por un fenómeno de atavismo en el seno de sociedades civilizadas. Cuentan las crónicas que a su estudio entraban centenares de cráneos recolectados en los campos de batalla. Hoy día muchas de sus tesis han resultado definitivamente abandonadas, pero a la luz de los avances científicos otras han sido robustecidas, todo gracias al estudio sistemático, objetivo e inductivo sobre la carne delincuente.
El 12 de febrero de 1999 salió a la luz un nuevo “Comegente”. Se trataba de Dorangel Vargas Gómez, nativo de la ciudad andina de San Cristóbal (Venezuela). Al ser interrogado por efectivos del Cuerpo Técnico de la Policía Judicial confesó: “Por necesidad me he metido en esta vaina. No me arrepiento, al contrario, me alegro porque me gusta la carne. Lo único que no me da apetito son las cabezas, manos y patas de los seres humanos, pero me los comía en sopita cuando azuzaba el hambre”. Cazaba a sus víctimas con una barra metálica, las descuartizaba, guardaba las partes que se comía para cocinarlas y enterraba lo demás, que según sus declaraciones le “producían indigestión”. Era selectivo en su menú: sólo mataba hombres “porque saben mejor que las mujeres”.
Si bien en la hermana República Bolivariana de Venezuela tienen hoy un “Comegente”, más gráfico y con un dossier mejor documentado que Luis Beltrán, lo cierto es que en nuestra historia contamos no sólo con el primer Santiago de América, sino con el primer asesino serial del Nuevo Mundo.
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